Venezuela llevaba varias generaciones donde los hijos lograban vivir mejor que sus padres. Se puede mencionar que así había sido a lo largo de buena parte del siglo XX, concretamente desde el inicio de la economía petrolera en la tercera década, cuando estos ingresos superaron a los que se obtenían por el café, hasta entonces el principal producto de exportación.
La familia lograba creciente y continuamente mejores ingresos y se veía el futuro con perspectivas de crecimiento. Ello se traducía en migraciones internas de los espacios rurales a la vida urbana con los propósitos estudiar y conseguir mejores trabajos o montar una actividad económica independiente para lograr los bienes fundamentales para la vida familiar, la prioridad obviamente la vivienda y sus enseres. Ya desde los años sesenta el parque automotor se consideraba sofisticado y renovado.
El venezolano migraba internamente, aunque poco lo hacia hacia al exterior. Por el contrario el país fue siendo conocido por su pujanza y modernización y se convirtió en receptor de olas de inmigrantes. Lo que ya había sucedido masivamente en el siglo XIX y principios del XX en países del cono sur del continente, pero en nuestro caso se produjo luego de los años de la guerra civil en España y de la II Guerra Mundial.
Estos indicadores como: mejora del nivel de vida generación tras generación, migraciones ínter regiones y del campo a la ciudad, ascenso social con adquisición de bienes durables, mejora de los índices de educación y salud, daban a las nuevas generaciones confianza en su futuro. Indudablemente estos datos positivos descansaban en los crecientes ingresos de la venta de petróleo, es decir la renta que nos daba este producto del subsuelo.
Desde mediados de los años veinte, los principales indicadores económicos fueron de una constante mejoría. Crecimiento del producto, de los ingresos, de las exportaciones, del empleo, del gasto social. Algún traspiés en un año aislado en el pleno climax de la segunda guerra mundial, así como también inmediatamente posterior a la caída del gobierno de Pérez Jimenez, pero no alteraron el balance favorable de estos sesenta años que concluyen a fines de los ochentas. El “caracazo” o “sacudon” de 1989 le dio un plantón a una etapa que venía acumulando al lado del progreso en importantes segmentos e instituciones, crecientes porciones de la población que se estaban quedando rezagados, y por tanto a perder su confianza en los liderazgos e instituciones que venían conduciendo al país por décadas.
La riqueza súbita del primer “boom” petrolero de 1974, así como la del segundo en 1979, si bien dejaron algunas obras para la generación de riquezas - ampliación y nuevas empresas básicas-, infraestructura y programas sociales, pero también la corrupción y la mala gestión hizo perder parte importante de esos ingresos que no fueron bien administrados. Aquí se sembraron semillas de impunidad y descontento que gradualmente fueron creciendo y forman parte de los antecedentes de los procesos políticos y económicos que señalamos en el párrafo anterior.
Al termino del quinquenio del primer “boom”, el nuevo presidente -Luis Herrera Campins- destacó en el mismo acto de la toma de posesión que recibía «un país hipotecado», por el derroche de los enormes recursos fiscales de la explotación del petróleo y criticó en muy duros términos el «personalismo» de su antecesor, Carlos Andrés Pérez. Pero al término del quinquenio que gobernó Herrera Campins, su sucesor en similar circunstancia -Jaime Lusinchi- acusó que «Se rompió la alcancía del pueblo venezolano…», ya que la administración del presidente Herrera va a estar signada por una bonanza económica, el segundo “boom” petrolero que abruptamente da paso a una recesión, un hito “el viernes negro” -18 de febrero de 1983- que cambió la historia económica del país.
El ciclo de riqueza petrolera súbita se repitió en estos años recientes, en la etapa del nuevo liderazgo que vino con la revolución bolivariana, los años de ingresos extraordinarios por concepto de la renta petrolera que sobrepasaron la barrera de los US$ 100 el barril, como fue en el 2008, y luego en 2011-14, pero en esta ocasión a pesar de tratarse de ingresos mayores que los del boom de los años setenta, al país le ha quedado menos beneficios, y por el contrario carga con una deuda interna y externa de altos montos que se desconocen.
Otra vez y en mucho mayores dimensiones a los anteriores aumentos súbitos de precios petroleros, a la población venezolana, y especialmente a los jovenes, se les ha robado su presente e hipotecado su futuro.
En esta segunda década del siglo XXI los hijos ya no vivirán mejor que sus padres, así lo perciben y reconocen, muchos que bien preparados en nuestros centros de estudios han optado por irse a otros lugares del planeta. Seguro que habrán unos muy contados que han logrado introducirse en el pequeño grupo que accede a las grandes fuentes de hacer una riqueza súbita, como son las divisas preferenciales y negocios ventajosos con el Gobierno. En contrapartida ya dejaron de venir los inmigrantes con espíritu de emprendimiento.
Queda en el país una población adulta que ha visto nuevamente el despilfarro y desperdicio de una nueva gran oportunidad mayor que aquellas denominadas la Gran Venezuela, la Venezuela Saudita. Al lado de ellos, está una joven población que vio parte del régimen anterior lo que le permite comparar una y otra manera de conducir el país. Hoy, el llamado socialismo del siglo XXI, que de socialismo no tiene mucho, o en todo caso sería una de las peores versiones de esta forma de conducir la vida de la sociedad, le deja a los jovenes un país en estado de caos, endeudado, con instituciones fracturadas, con violencia extrema, con un aparato productivo semi paralizado, con una infraestructura deteriorada, con instituciones que apenas funcionan. Los hijos de hoy para poder vivir mejor que sus padres encaran sin duda sacrificios y grandes tareas por resolver,
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