De los diversos problemas que encara un proceso de unidad de
los trabajadores, uno de ello es el de la identidad con la condición concreta
de ser trabajador. De lograr desprenderse de la tutela del poder, y de
reconocer las fuerzas propias que como trabajadores se tiene.
Tengamos en cuenta que todos respondemos a
diversas identidades, ya que tenemos pertenencias a lo largo de nuestra vida a
distintas condiciones o status. Empecemos por la condición de un recién nacido,
de un bebe, sin duda en los primeros años de vida quedamos marcados por la
relación materna y paterna, en todo caso se construye la relación familiar. Los
valores y creencias familiares se transmiten a los hijos, en el marco del
contexto cultural en donde se vive.
Llega el
momento del contacto más frecuente de los hijos con la calle, la escuela desde
primaria hasta superior, los medios de comunicación, los compañeros de
estudios, los residentes de la zona en donde se habita, y todo ello se amalgama
con lo que se ha venido construyendo en el seno familiar. En todo ese proceso
se van construyendo identidades además de las familiares, ya aparecen
identidades religiosas, nacionales, locales, paisanaje, políticas, y otras
según las circunstancias.
Al
incorporarse la persona al mundo del trabajo, nos encontramos un cierto grado
de segmentación, según como ocurra la inserción laboral. En tiempos lejanos de
la Venezuela pre petrolera, e incluso ya en la petrolera en sus primeras
décadas, la inserción dominante era al mundo del trabajo del campo, con una
notable marca de la influencia familiar.
Con la
modernización que los mismos recursos provenientes del petróleo permitieron,
ocurrió un acelerado proceso de urbanización que dio lugar a que Venezuela
fuera en este orden el país del proceso más rápido de toda la Latinoamérica y
el Caribe, y eso es un asunto que conlleva complejidades. Estamos hablando de
los años cincuenta para acá. Esto cambió el mapa demográfico nacional, tanto en
su crecimiento como en su distribución espacial.
Hace 70 años el país tenía cuatro
millones de habitantes, hoy tiene ocho veces más. Igualmente el país en esa
época era predominantemente rural, y hoy las migraciones internas y los flujos
de inmigrantes de varias décadas (especialmente de los cincuenta a los setenta)
han dado lugar a que más del noventa por ciento de la población reside hoy en asentamientos urbanos.
En esos
setenta años el país cambio, y con ello las identidades se complejizaron. A las
identidades tradicionales como la familia, la religión, la escuela, el sitio de
vida, se agregaron las propias de la vida moderna, vinculadas con las
migraciones, con las ocupaciones y las diversas inserciones laborales, con los
vínculos que los intercambios culturales y la amplia información a la cual se
tiene acceso van permitiendo.
Se reconoce
que desde los años treinta hasta los años ochenta el país permitió condiciones
para que buena parte de su población
mejorara sus condiciones de vida, para brindar oportunidades y expectativas de
una mejor condición en las familias de una generación con relación a sus
antecesores. En la literatura de autores europeos para referirse a un proceso
de expansión continuada suelen hablar de los treinta años dorados, los
gloriosos treinta que fueron del fin de la segunda guerra mundial hasta los
años de la primera crisis petrolera, de la primera mitad de los setenta. En
nuestro caso son los gloriosos cincuenta años.
Ahora cabe
preguntarse si todo ese proceso en cuanto al mejoramiento de la vida de la
población y de la construcción de la infraestructura del país estuvo sustentado
por las luchas unitarias de una clase trabajadora autónoma. Pensamos que si
hubo contribuciones a las conquistas, pero que fundamentalmente nuestro caso
obliga a tener muy presente la renta petrolera, y su administración y
distribución por parte de quienes han detentado el poder del Estado. Lo que
conllevó a que todas las clases sociales, la de los propietarios y las de los
trabajadores se constituyeran en dependientes, ya que en alguna medida fueron
beneficiarios del modo de reparto de esa renta.
Con lo
anterior se observa que se construyó por parte de los trabajadores una
identidad muy poderosa con aquellos que ocupan las posiciones de control del
poder del Estado, es decir una identidad con el poder, que connota posturas de
sumisión y subordinación, y que contrarrestan y dificultan el desarrollo de
posiciones autónomas en la construcción de las organizaciones de clase, y en
este caso de la clase trabajadora.
Agréguese
que desde los ochenta ha habido un proceso de desmejoramiento constante de la
situación material y política de la clase trabajadora, que no ha sido
contrarrestado con la implantación de un modelo efectivo de cambios en las
relaciones de poder y al mismo tiempo en el diseño y aplicación de un nuevo
patrón productivo, que brinde oportunidades a la población nacional del momento
y las que vienen, que no siga sustentado simplemente en el consumo de la renta
petrolera.
En estos
últimos años el nivel de desarrollo de las organizaciones de los trabajadores
han venido siendo restringidas en sus derechos y capacidades, para poder jugar un papel realmente
protagónico en la actual etapa transicional. Se trata de una restricción que no
sólo es la histórica del capital en su constante proceso de asegurarse tasas de
ganancia y mecanismos de control suficiente para preservar su hegemonía, sino
de quienes ejercen el poder del Estado que promueve nuevas maneras de
relacionarse con el capital y el trabajo. Por ello es imprescindible la
identidad de los trabajadores en su condición de tales.
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